El último pichicito.

Me despedí de mi abuela y me pidió lo que siempre pide mi abuela. Pero esta vez me encontró divertida e insolente. Y tras una frase simpática, desobedecí su pedido y me fui.

Todo fue alegre: el pedido, la negativa y la despedida. Alegre hasta que dejó de serlo, porque nunca imaginé lo que iba a pasar. Pero sobre todo, porque jamás en el confín de este y todos los mundos será divertido aprender por el error, sabiéndonos merecedores de un “te lo dije” (aunque nadie se entere y nadie lo diga).




Cuando mi abuela me pidió que antes de irme hiciera el ultimo pichisito, me reí. Mi abuela es de esas personas pequeñas, que toman mucho liquido, orinan cada una cuadra y presumen que todos los demás somos iguales.

Cuando era niña y me quedaba a dormir en su casa, fingía mi ultimo pichisito para que ella se quedara tranquila y lograra conciliar el sueño. Esa mujer le teme a la orina nocturna, como yo alguna vez al cuco y es testaruda. No acepta un no como respuesta. Te mira con sus ojos claros en modo ternura suplicante y mas tarde o mas temprano, logra doblegarte.

Además… seamos sensatos. No le temía a algo improbable. Yo era niña y mi capacidad de controlar el esfínter era mas bien nivel principiante. Y alguna que otra vez fallaba. Por eso iba… trataba… y de vez en cuando, algo salía.

Lo cierto es que nunca lo logré. Orinar a antojo y demanda, siempre me ha parecido admirable. ¿Como hacen? Yo soy primitiva y te orino si el cuerpo dispone o impone. Soy el ultimo eslabón en esa cadena de mando y tampoco ayudo. Porque a decir verdad, consumo muy poca agua.

Pero esta vez yo ya era grande. Así que le dije “me voy”, me pidió que fuera al baño, me reí, se rió, la besé y me fui. En alguna de esas etapas, me preguntó asombrada si acaso no me despertaba a la noche para ir al baño. Le explique que normalmente no, papá acoto algo sobre las diferencias de cada cuerpo y chau, chau. Me fui a tomar el maldito ómnibus interdepartamental que une San José y Montevideo a una velocidad mucho menor que la tele-transportación, que seria exactamente lo que una treintaañera ansiosa y compleja como yo desea y precisa.

Pues bien… a partir de ahora mi suerte cambia de manera abrupta e inesperada. Giro de tuerca drácula, ridículo y vergonzoso. De hecho, pensándolo bien y a la distancia, todo lo sucedido ya me había sucedido -en otro rubro y varios años antes- cuando mi abuela me llamo para advertirme: “¡No salgas de tu apartamento! ¡Se viene un vendaval!”.

Hablamos, la tranquilicé, cortamos y pensé exactamente esto: ¡Qué exagerada! ¿Cuando alguien en Uruguay se quedó encerrado por viento? ¡Locura total! Así que agarre mis petates y me fui de patitas a lo de Gonzalo, para quedar varada en Jackson y Charrúa junto a un motoquero -que parecía tener mucho mas miedo que yo- mientras las tapas de los contenedores de basura gemían y saltaban, a medida que avanzaba el temporal del 2003.

Esta vez también habría temporal, pero no sería por vientos… Y si entendieron bien la lógica del cuento anterior: “subestimar a mi abuela tiene su precio”, ya deberían haber deducido que esto se pondrá ecatologico. No de manera grotesca, pero ecatológico al fin. 

En la Terminal de ómnibus todo fue rápido y previsible. Nivel de sobresaltos cero y así debía ser, teniendo en cuenta mi nivel de expertise en la materia (como todo buen ex-estudiante del interior).


A la velocidad de un Domingo, papá y yo cumplimos con el protocolo y encontramos mi coche “Directo a Montevideo” en su usual anden. Charlamos unas cuantas trivialidades de despedida, nos despedimos, subí al ómnibus, busque mi asiento, lo encontré al fondo y con ventanilla, guarde mi mochila en el portaequipajes de arriba, me senté, salude a papá por la ventana, recliné el asiento (sin importar hubiera alguien atrás o no), guarde mi pasaje en un bolsillo accesible, respire hondo 5 veces para adaptar mi cuerpo a la falta de oxigeno y me dejé caer en la somnolencia.

Así es como se hace. Ese es mi consejo: respirar, soltar, respirar y soltar. Entregarse por completo al trance onírico de la aceptación absoluta. Donde nada importa y nada afecta. Así se garantiza un viaje perfecto.

Pero hay que tener cuidado. Sin auto control podemos arruinarlo todo. Solo se puede dormir una vez que el coche abandonó por completo la ciudad, pasó por todas las paradas con potenciales pasajeros y el guarda chequeó asiento por asiento la tenencia de pasajes. De lo contrario, un sacudón en el hombro al grito de “Boleto! Boleto!” te traerá de vuelta arruinando el resto del viaje. Y eso no es bueno. Al menos no para mi.

De todas formas, ese no fue el problema. No bien pasamos la Chacra de los Médicos (local de fiestas a las afueras de San José de Mayo) mi cuerpo disparó una alerta de orina inoportuna. Una señal débil pero consistente, comenzaba a germinar en mi vejiga prometiendo complicar el viaje y mi débil cordura.

Pero… no tenía opción. Debía enfrentar el problema con calma y adultez o con astucia e inmadurez. Realmente daba igual, pero debía resolverlo y me dormí. Dormí todo lo que pude y dormí fuerte, espeso y soberbio. 

Soñe cosas extrañas, de esas que no tienen forma ni reglas y donde los personajes se entreveran y cambiamos de escenario y contexto sin parar. Pero en todos los mundos pasaba los mismo: iba al baño, una y otra vez. Fui al baño de un bosque, escalé una montaña para buscar papel, oriné en el espacio, en la prehistoria y en una piscina publica. Donde obviamente me manche de azul causando la risa de todos y todas, hasta que el agua subió hasta el cielo y explotó en un tsunami gigantesco que arrasó todo -absolutamente todo- de la faz de la tierra. Menos a mi y a un baño químico verde. 

Pero no pude orinar. Repentinamente se quebraron los sueños y un sacudón de cuerpo completo me trajo de nuevo. Era mi alma gritando me meo. Maldita sea! Me meo!

Y mil disculpas por la expresión (dije me meo). No quiero ser grosera y tampoco desconozco otras posibilidad mucho más delicadas del lenguaje. De hecho, las venía usando hasta el momento. Pero ya no. No se puede. Porque esta no es una historia fina señores… Esta es la historia de alguien a punto de mearse en un ómnibus interdepartamental. Esta es una historia de necesidades básicas, reflejos instintivos y lucha corporal. Esta es una historia de yo, contra yo y el misterio es quien gana.

Y ya se lo que están pensando. Pero no. No había baño en el coche. El puto directo a Montevideo no incluido meo. Y tampoco era una opción caminar a la cabina del chofer y pedirle me dejara mear de cuclillas al costado del ómnibus con los demás pasajeros saludando por la ventana. Si iba a morir socialmente en un ómnibus, iba a ser vestida. Meada, pero vestida.

Y tampoco me iba a entregar fácilmente. Esta batalla dependía exclusivamente de mi. Debía aguantar y respirar, aguantar y respirar, respirar y aguantar. Una y otra vez y todo el rato hasta el final. Debía distraerme con casitas, con pastitos, con molinos de viento, antenas parabólicas, vaquitas, camiones y reformas. Cambios demográficos, tractores, ovejas y ovejas negras, leer carteles, contar autos rojos o encontrar ciudades en las nubes. Debía hacerlo todo y de ser necesario inventar algo nuevo.

Por un rato funcionó. Me colgué bastante con el galpón nuevo de aserradero (que se ve le sigue yendo bien), filosofe sobre el resurgimiento de los oficios, la importancia de las señalizaciones de transito y leí las revistas pedorras que me había comprado un rato antes en la Terminal.

Pero a medida que avanzaba el tiempo, distraerse se volvía cada vez mas utópico. Porque no es fácil dejar de pensar en eso que tu cuerpo necesita hacer hace horas, pero que no quieres hacer, porque tu especie insistió en inventar modales y buenas costumbres.

El nivel de dificultad aumentaba a cada segundo que pasaba y a cada centímetro que el coche avanzaba. Mi temor (mi gran temor), eran los posos, los giros rápidos, los peajes. Básicamente cualquier demora o movimiento brusco. Todo comprometía seriamente mi capacidad de retención.

De eso iba de repente la cosa: retener, respirar y fingir estar bien. Retener, respirar y fingir estar bien. Retener, respirar y fingir estar bien… Pero sobre todo retener.

Lamentablemente, charlar con mi compañera de asiento no se sentía una opción. ¿Que le iba a decirle? “Hola… ¿Como estas? Me meo”. Si no habíamos charlado antes, no íbamos a charlar ahora. Lo único que podía tener que llegar a decirle era lo siguiente: “Hola. Lamento mucho tener que decirte esto, pero es altamente probable que prefieras cambiarte de asiento”.

Ya lo había pensado… pasar podía pasar. Cada vez que hacemos algo hay dos opciones: lograrlo y no lograrlo. Y ambas son siempre factibles, a pesar de que hagamos lo imposible por inclinar la balanza hacia una de ellas. Y si iba a suceder, debía minimizar los daños. Es parte sustancial del respeto, procurar no mear al otro. 

Pensé de todo. Siempre pienso mucho y de manera constante, pero esta vez la velocidad explotaba. Todo explotaba. Mi vejiga, mi cabeza, mis movimientos corporales… Era una bomba haciendo tic tac antes de la inminente explosión.

No es fácil aguantar el pichi. Además, estamos desentrenados. La vida moderna se ha vacíado de retenciones. Somos pequeños Cesares caprichosos y burgueses acostumbrados al quiero y tengo. Y en lo que respecta a baños, debemos agradecerle mucho a Mc Donalds. Desde su llegada, todos tenemos baños gratis y relativamente limpios por doquier.

Esa falta de experiencia complicaba las cosas. Tenia que aguantar y no tenia idea por cuanto tempo era capaz de hacerlo. El desconcierto era total! Cada nuevo empuje podía ser el ultimo y siempre estaba tan cerca de lograrlo, como de fracasar.

De hecho barajé todos los escenarios posibles. El ideal era aguantar e ir a un baño de la Terminal XXX. Aunque para ser honesta, me aterraba la idea de mearme no bien me parara para bajar del coche. Retener sentada, es mucho mas sencillo que parada. Creo…

El segundo escenario posible, era bajar en Plaza Cuba y buscar un baño. De ahí me podía tomar un taxi a casa y a otra cosa mariposa. Pero nunca había ido a Plaza Cuba y me daba miedo no tuviera baño. Presumía que sí. Tenia que tener! Pero lo mismo había asumido sobre el ómnibus y ya sabemos el resultado.

El tercer escenario posible, era indigno y nefasto: fracazar. ¿Que pasaba si no lo lograba? Era una opción y cada vez era la más real. Todo mi cuerpo la sentía y luchaba contra ella. Podía pasar. Debía pasar (en términos biológicos). Entonces… ¿Que iba a hacer si pasaba? ¿Que medidas iba a tomar para hacer de la pesadilla su versión más digna?

Pensé varias alternativas y todas involucraban mi pollera. ¿Cómo podía salir de este enredo bien parada? ¿Era factible bajarme las medias can can de manera disimulada y mantenerme el resto del trayecto sentada cual sentadillas, a una distancia prudente del asiento meado?

Ni me contesten. Ridiculo! Todo era ridiculo. Los pensamientos comenzaban a enredarse en mi cabeza de manera torpe e improductiva. Era claro que el proceso me estaba afectando. Se me iba la fuerza, avanzaba el desgaste y la falta de inteligencia se apoderaba de mi. Necesitaba mear, ahí y ahora. Necesitaba explotar, inundar, arrasar, soltar, liberar, volver a nacer.

¿Que iba a hacer si pasaba? ¿Contar o no contar? Nunca fui buena manteniendo en reserva cuentos indignos. No tengo filtro ni demasiado sentido del ridiculo para ciertas cosas. Eso sí, antes muerta que caminar y decirle al chofer “Auxilio. Me meo”. Somos incongruencia. Es inevitable.

Ya estábamos cerca de Plaza Cuba, cuando llegó un mensaje de rescate. Era mi novio, mi amado novio interrumpiendo mi torbellino emocional: “Hola gordita, como estas?”, “Me meo” contesté y se rió. Decidí aclararle que hablaba en serio. Necesitaba un complice emocional.

Necesito que entiendan, que a partir de este punto era lo mismo ser mi compañera de asiento que  estar en el rock samba. Pero ella nada, muda, ciega, boba… Yo ahí sufriendo y ella escuchando cumbia con sus auriculares. Por momentos hasta me sentí dolida por su falta de empatía.

Ridiculo. Todo cada vez era más ridiculo mientras luchaba conmigo misma. Necesitaba a mi novio. Me lo imaginé a todo vapor, alcanzando el ómnibus en su vespa roja con una pelela de emergencia. De repente tuve miedo me dejara. ¿Que iba a pasar si este hombre hermoso, amoroso y tierno, se enteraba que me había meado en un interdepartamental? Sentí incluso que iba a perder mi trabajo, ser el nuevo meme de Facebook, el nuevo video viral por whats app… La burguesíta meada. Pero no me iba a dejar. Mi novio no me iba a dejar. Sentí certeza en mi corazón y ese amor incondicional me abrazó el resto del camino. 

Finalmente llegamos a la Terminal Tres Cruces y cada movimiento del ómnibus fue eterno, hasta que estacionó en el anden número 2. Me pare, hice cola como el resto de los tripulantes en el pasillo y no bien se abrieron las puertas avancé impetuosa pero delicadamente hacia el baño más cercano.

Entre a la terminal, subí las escaleras y fui al baño del entrepiso. Entré al baño con la necesidad y la ansiedad de un niño luego de un fin de semana lluvioso. Era un perro suelto de esos que siempre están atados con cadena. Cada segundo era relevante y cada segundo podía ser el ultimo. Mis niveles de control corporal disminuían cuanto mas me acercaba al baño. Por alguna razón, eso siempre es así.

El baño era el portal mágico al paraíso, el destino a la salvación. Pero no! No solo habían tres personas más haciendo cola, sino que además, la encargada de la limpieza atravesaba una etapa ortodoxa de hipoclorito.

¡No era momento de priorizar la higiene! Nunca están limpios los baños y hoy, a punto de mearme, la fundamentalista de la desinfección estaba de turno! El mundo me odiaba, mi abuela, me odiaba, el temporal del 2013 no era nada en comparación a esto. Prefería haberme meado en el ómnibus que en la cola de espera de un baño.

Se liberó un cubículo y la mas joven de la cola fue a pasar cuando la limpiadora la detuvo y le explicó la importancia de desinfectar el recinto antes de cada pasada. Era una mujer adorable, pero no me importaba. Me imagine golpeándola con el trapo de piso, con el balde y con el lampazo. Pero sonreí y me seguí balanceando.

Por fin llego el turno de la señora que me antecedía. Y si bien eso mejoraba la situación, cualquiera con experiencia en el baño de las mujeres sabe que casi, casi es mucho. Ella y todas las otras demoraron dias, meses, años. Yo morí, nací, volví a nacer y hasta planté un árbol mientras esperaba.

Pero era la próxima! Y tenia que verle el punto bueno. ¿Y saben que? Limpiaron mi cubiculo y lo logré. Entré, liberé, ame, abrase la vida, la libertad, me volví diminuta, delgada, floja, agraciada, digna, colorida, joven… 


Y allí, en el baño recién higienizado de la Terminal Tres Cruces, le prometí en silencio a mi diosa abuela Ema, todos mis últimos pichisitos desde ese día hasta el final. Hasta que el ultimo, fuera el ultimo.

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